jueves, 3 de noviembre de 2011

CUENTOS INFANTILES

EL PRINCIPE Y EL MENDIGO
 Erase un principito curioso que quiso un día salir a pasear sin escolta. Caminando por un barrio miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho de su estatura que era en todo exacto a él.
-¡Sí que es casualidad! - dijo el príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de agua.
-Es cierto - reconoció el mendigo-. Pero yo voy vestido de andrajos y tú te cubres de sedas y terciopelo. Sería feliz si pudiera vestir durante un instante la ropa que llevas tú.
 Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza, se despojó de su traje, calzado y el collar de la Orden de la Serpiente, cuajado de piedras preciosas.
-Eres exacto a mi - repitió el príncipe, que se había vestido, en tanto, las ropas del mendigo.
 Pero en aquel momento llegó la guardia buscando al personaje y se llevaron al mendigo vestido en aquellos momentos con los ropajes de principe.
El príncipe corría detrás queriendo convencerles de su error, pero fue inútil.
 Contó en la ciudad quién era y le tomaron por loco. Cansado de proclamar inútilmente su identidad, recorrió la ciudad en busca de trabajo. Realizó las faenas más duras, por un miserable jornal. Era ya mayor, cuando estalló la guerra con el país vecino. El príncipe, llevado del amor a su patria, se alistó en el ejército, mientras el mendigo que ocupaba el trono continuaba entregado a los placeres.
 Un día, en lo más arduo de la batalla, el soldadito fue en busca del general. Con increíble audacia le hizo saber que había dispuesto mal sus tropas y que el difunto rey, con su gran estrategia, hubiera planeado de otro modo la batalla.
- ¿Cómo sabes tú que nuestro llorado monarca lo hubiera hecho así?
- Porque se ocupó de enseñarme cuanto sabía. Era mi padre.
 Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo ocupó el trono. Lleno su corazón de rencor por la miseria en que su vida había transcurrido, empezó a oprimir al pueblo, ansioso de riquezas.
 Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las verjas del palacio, esperaba que le arrojasen un pedazo de pan.
 El general, desorientado, siguió no obstante los consejos del soldadito y pudo poner en fuga al enemigo. Luego fue en busca del muchacho, que curaba junto al arroyo una herida que había recibido en el hombro. Junto al cuello se destacaban tres rayitas rojas.
-Es la señal que vi en el príncipe recién nacido! -exclamó el general.
 Comprendió entonces que la persona que ocupaba el trono no era el verdadero rey y, con su autoridad, ciñó la corona en las sienes de su autentico dueño.
 El príncipe había sufrido demasiado y sabía perdonar. El usurpador no recibió mas castigo que el de trabajar a diario.
 Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para gobernar y su gran generosidad él respondía: Es gracias a haber vivido y sufrido con el pueblo por lo que hoy puedo ser un buen rey. 
FIN
EL BOSQUE ENCANTADO
 Había una vez, un bosque bellísimo, con muchos árboles y flores de todos colores que alegraban la vista a todos los chicos que pasaban por ahí. Todas las tardes, los animalitos del bosque se reunían para jugar.
 Los conejos, hacían una carrera entre ellos para ver quién llegaba a la meta. Las hormiguitas hacían una enorme fila para ir a su hormiguero. Los coloridos pájaros y las brillantes mariposas se posaban en los arbustos. Todo era paz y
tranquilidad.

 Hasta que... Un día, los animalitos escucharon ruidos, pasos extraños y se asustaron muchísimo, porque la tierra empezaba a temblar. De pronto, en el bosque apareció un brujo muy feo y malo, encorvado y viejo, que vivía en una casa abandonada, era muy solitario, por eso no tenía ni familiares ni amigos, tenía la cara triste y angustiada, no quería que nadie fuera felíz, por eso... Cuando escuchó la risa de los niños y el canto de los pájaros, se enfureció de tal manera que grito muy fuerte y fue corriendo en busca de ellos.

 Rápidamente, tocó con su varita mágica al árbol, y este, después de varios minutos, empezó a dejar caer sus hojas y luego a perder su color verde pino. Lo mismo hizo con las flores, el césped, los animales y los niños. Después de hacer su gran y terrible maldad, se fue riendo, y mientras lo hacía repetía:
- ¡Nadie tendrá vida mientras yo viva!

 Pasaron varios años desde que nadie pisaba ese oscuro y espantoso lugar, hasta que una paloma llegó volando y cantando alegremente, pero se asombró muchísimo al ver ese bosque, que alguna vez había sido hermoso, lleno de niños que iban y venían, convertido en un espeluznante bosque.

- ¿Qué pasó aqui?... Todos perdieron su color y movimiento... Está muy tenebroso ¡Cómo si fuera de noche!... Tengo que hacer algo para que éste bosque vuelva a hacer el de antes, con su color, brillo y vida... A ver, ¿Qué puedo hacer? y despues de meditar un rato dijo: ¡Ya sé!

 La paloma se posó en la rama seca de un árbol, que como por arte de magia, empezó a recobrar su color natural y a moverse muy lentamente. Después se apoyó en el lomo del conejo y empezaron a levantarse sus suaves orejas y, poco a poco, pudo notarse su brillante color gris claro. Y así fue como a todos los habitantes del bosque les fue devolviendo la vida.

 Los chicos volvieron a jugar y a reir otra vez, ellos junto a los animalitos les dieron las gracias a la paloma, pues, fue por ella que volvieron a la vida. La palomita, estaba muy feliz y se fue cantando.
¡Y vino el viento y se llevó al brujo y al cuento!
FIN
EL GIGANTE EGOISTA
 Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
“¡Qué felices somos aquí!”, -se decían unos a otros.
 Pero un día el Gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
“¿Qué hacéis aquí?”, surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
“Este jardín es mío. Es mi jardín propio”, dijo el Gigante; “todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.”
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta…
 Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar a la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
“¡Qué dichosos éramos allí!”, se decían unos a otros.
“La Primavera se olvidó de este jardín”, se dijeron, “así que nos quedaremos aquí el resto del año.”
 Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
 Los únicos que se sentían a gusto allí eran la Nieve y la Escarcha. La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
“¡Qué lugar más agradable”, dijo.“ Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.”
 Y vino el Granizo. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
- "No entiendo porqué la Primavera tarda tanto en llegar aquí”, decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, “espero que pronto cambie el tiempo.”
 Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
“Es un gigante demasiado egoísta” decían los frutales. De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte, el Granizo, la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
 Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.

“¡Qué bien! Parece que por fin llegó la Primavera” dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
 
¿Y qué es lo que vio?
 Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón se mantenía el Invierno. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niño, pero era tan pequeño que no lograba alcanzar las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas, que parecían a punto de quebrarse.
“¡Súbete a mí, niñito!”, decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
“¡Cuán egoísta he sido!” exclamó. Ahora sé porqué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a tirar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba realmente arrepentido por lo que había hecho.
 Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo quedó aquel pequeñín del rincón más alejado, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo cogió suavemente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño se abrazó al cuello del Gigante y le besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera volvió al jardín.
“Desde ahora el jardín será para vosotros, hijos míos”, dijo el Gigante, y asiendo un hacha enorme, echó abajo el muro.
 Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás. Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
“Pero, ¿dónde está el más pequeñito?”, preguntó el Gigante, “¿ese niño que subí al árbol del rincón?”
 El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
“No lo sabemos” respondieron los niños, “se marchó solito.”
“Decidle que vuelva mañana” dijo el Gigante.
 Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
 Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más pequeñito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
“¡Cómo me gustaría volverlo a ver!” repetía.
 Fueron pasando los años, y el Gigante envejeció y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
“Tengo muchas flores hermosas”, decía, “pero los niños son las flores más hermosas de todas.”
 Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno, pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
 Lo que estaba viendo era realmente maravilloso. En el rincón más alejado del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría, el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño, su rostro enrojeció de ira, y dijo:
“¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?” Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
“¿Pero, quién se atrevió a herirte?”, gritó el Gigante. “Dímelo, para coger mi espada y matarlo.”
“¡No!”, respondió el niño. “Estas son las heridas del Amor.”
“¿Quién eres tú, mi pequeño niñito?”, preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
“Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en mi jardín, que es el Paraíso.”
 Y cuando los niños llegaron esa tarde, encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba enteramente cubierto de flores blancas…
FIN

Esa noche, el rey llevó a la hija del molinero a una habitación llena de paja y le dijo:

-Cuando amanezca, debes haber terminado de fabricar hilos de oro con toda esta paja. De lo contrario, castigaré a tu padre y también a tí. La pobre muchacha ni sabía hilar, ni tenía la menor idea de cómo hacer hilos de oro con la paja. Sin embargo, se sentó frente a la rueca a intentarlo. Como su esfuerzo fue en vano, desconsolada, se echó a llorar.

De repente, la puerta se abrió y entró un hombrecillo extraño.

-Buenas noches, dulce niña. ¿Por qué lloras?

-Tengo que fabricar hilos de oro con esta paja -dijo sollozando-, y no sé cómo hacerlo.

-¿Qué me das a cambio si la hilo yo? -preguntó el hombrecillo.

-Podría darte mi collar -dijo la muchacha.

-Bueno, creo que eso bastará -dijo el hombrecillo, y se sentó frente a la rueca.

Al otro día, toda la paja se había transformado en hilos de oro. Cuando el rey vio la habitación llena de oro, se dejó llevar por la codicia y quiso tener todavía más. Entonces condujo a la muchacha a una habitación aún más grande, llena de paja, y le ordenó convertirla en hilos de oro. La muchacha estaba desconsolada.

"¿Qué voy a hacer ahora?" se dijo.

Esa noche, el hombrecillo volvió a encontrar a la joven hecha un mar de lágrimas. Esta vez, aceptó su anillo de oro a cambio de hilar toda la paja.Al ver tal cantidad de oro, la avaricia del rey se desbordó. Encerró a la muchacha en una torre llena de paja.

-Si mañana por la mañana ya has convertido toda esta paja en hilos de oro, me casaré contigo y serás la reina.

El hombrecillo regresó por la noche, pero la pobre muchacha ya no tenía nada más para darle.

-Cuando te cases -propuso el hombrecillo- tendrás que darme tu primer hijo.

Como la muchacha no encontró una solución mejor, tuvo que aceptar el trato.

Al día siguiente, el rey vio con gran satisfacción que la torre estaba llena de hilos de oro. Tal como lo había prometido, se casó con la hija del molinero.

Un año después de la boda, la nueva reina tuvo una hija.

La reina había olvidado por completo el trato que había hecho con el hombrecillo, hasta que un día apareció.

-Debes darme lo que me prometiste -dijo el hombrecillo.

La reina le ofreció toda clase de tesoros para poder quedarse con su hija, pero el hombrecillo no los aceptó.

-Un ser vivo es más precioso que todas las riquezas del mundo -dijo.

Desesperada al escuchar estas palabras, la reina rompió a llorar. Entonces el hombrecillo dijo:

-Te doy tres días para adivinar mi nombre. Si no lo logras, me quedo con la niña.

La reina pasó la noche en vela haciendo una lista de todos los nombres que había escuchado en su vida. Al día siguiente, la reina le leyó la lista al hombrecillo, pero la respuesta de éste a cada uno de ellos fue siempre igual:

-No, así no me llamo yo.

La reina resolvió entonces mandar a sus emisarios por toda la ciudad a buscar todo tipo de nombres.

Los emisarios regresaron con unos nombres muy extraños como Piedrablanda y Aguadura, pero ninguno sirvió. El hombrecillo repetía siempre:

-No, así no me llamo yo.

Al tercer día, la desesperada reina envió a sus emisarios a los rincones más alejados del reino.
Ya entrada la noche, el último emisario en llegar relató una historia muy particular.

-Iba caminando por el bosque cuando de repente vi a un hombrecillo extraño bailando en torno a una hoguera. Al tiempo que bailaba iba cantando: "¡La reina perderá, pues mi nombre nunca sabrá. Soy el gran Rumpelstiltskin!"

Esa misma noche, la reina le preguntó al hombrecillo:

-¿Te llamas Alfalfa?

-No, así no me llamo yo.

-¿Te llamas Zebulón?

-No, así no me llamo yo.

-¿Será posible, entonces, que te llames Rumpelstilstkin? -preguntó por fin la reina.

Al escuchar esto, el hombrecillo sintió tanta rabia que la cara se le puso azul y después marrón. Luego pateó tan fuerte el suelo que le abrió un gran hueco.

Rumpelstiltskin desapareció por el hueco que abrió en el suelo y nadie lo volvió a ver jamás. La reina, por su parte, vivió feliz para siempre con el rey y su preciosa hijita.
FIN
LA OCA DE ORO
 Un hombre tenía tres hijos, al tercero de los cuales llamaban «El zoquete», que era menospreciado y blanco de las burlas de todos. Un día quiso el mayor ir al bosque a cortar leña; su madre le dio una torta de huevos muy buena y sabrosa y una botella de vino, para que no pasara hambre ni sed.

 Al llegar al bosque se encontró con un hombrecillo de pelo gris y muy viejo, que lo saludó cortésmente y le dijo: - Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu vino. Tengo hambre y sed. El listo mozo respondió - Si te doy de mi torta y de mi vino apenas me quedará para mí; sigue tu camino y déjame -y el viejo quedó plantado y siguió adelante.

 Se puso a cortar un árbol, y al poco rato pegó un hachazo en falso y el hacha se le clavó en el brazo, por lo que tuvo que regresar a su casa a que lo vendasen. Con esta herida pagó su conducta con el hombrecillo. Partió luego el segundo para el bosque, y, como al mayor, su madre lo proveyó de una torta y una botella de vino. También le salió al paso el viejecito gris, y le pidió un pedazo de torta y un trago de vino. Pero también el hijo segundo le replicó con displicencia:
- Lo que te diese me lo quitaría a mí; ¡sigue tu camino! ­y dejando plantado al anciano, se alejó.
 No se hizo esperar el castigo. Apenas había asestado un par de hachazos a un tronco cuando se hirió en una pierna, y hubo que conducirlo a su casa. Dijo entonces «El zoquete»:
- Padre, déjame ir al bosque a buscar leña. - Tus hermanos se han lastimado -le contestó el padre-
- No te metas tú en esto, pues no entiendes nada. Pero el chico insistió tanto, que, al fin, le dijo su padre: -Vete, pues, si te empeñas; a fuerza de golpes ganarás experiencia.
 Le dio la madre una torta amasada con agua y cocida en las cenizas. y una botella de cerveza agria. Cuando llegó al bosque se encontró igualmente con el hombrecillo gris, el cual lo saludó y dijo:
- Dame un poco de tu torta, y un trago de lo que llevas en la botella, pues tengo hambre y sed.
- No llevo sino una torta cocida en la ceniza y cerveza agria -le respondió «El zoquete»-; si te conformas, sentémonos y comeremos.
 Y se sentaron. Y he aquí que cuando el mozo sacó la torta, resultó ser un magnífico pastel de huevos, y la cerveza agria se había convertido en un vino excelente.
- Puesto que tienes buen corazón y eres generoso, te daré suerte. ¿Ves aquel viejo árbol de allí? Pues córtalo; encontrarás algo en la raíz. Y con estas palabras, el hombrecillo se despidió.

«El zoquete» se encaminó al árbol y lo derribó a hachazos, y al caer apareció en la raíz una oca de plumas de oro puro. Se la llevó consigo y entró en una posada para pasar la noche. El dueño tenía tres hijas, que, al ver la oca, sintieron por ella una gran curiosidad, y el deseo de poseer una de sus plumas de oro. La mayor pensó: «Será mucho que no encuentre una oportunidad para arrancarle una pluma», y, un momento en que el muchacho salió de su cuarto, sujetó la oca por un ala; pero los dedos y la mano se le quedaron pegados a ella. Pronto acudió la segunda, con la idea de llevarse también una pluma de oro; pero no bien tocó a su hermana quedó pegada a ella. Finalmente, fue la tercera con idéntico propósito, y las otras le gritaron: - ¡Apártate, por Dios Santo, apártate! Pero ella, no comprendiendo por qué debía apartarse y pensando que si sus hermanas estaban allí, también ella podía estar, se acercó y, apenas hubo tocado a la segunda, quedó asimismo aprisionada sin poder soltarse.

 Y así tuvieron que pasarse la noche pegadas a la oca. A la mañana, «El zoquete», tomando el animal bajo el brazo, emprendió el camino de su casa, sin preocuparse de las tres muchachas, que lo seguían quieras o no, haciendo eses, según le llevaban a él las piernas. En medio del campo se encontraron con el señor cura, quien, al ver la comitiva, dijo: - ¿No les da vergüenza, descaradas, correr de este modo tras este joven en despoblado? ¿Les parece decente? Y sujetó a la menor por la mano con intención de separarla; pero no bien la tocó, quedó a su vez enganchado y tubo que participar también en la carrera. Al poco rato acertó a pasar el sacristán, y, al ver al señor cura que seguía a las muchachas, sorprendido dijo: - ¿Y pues, señor cura, adónde va tan de prisa? ¿Se ha olvidado de que hoy tenemos un bautizo? -y corriendo hacia él, lo tomó de la manga, quedando asimismo sujeto.

 Trotando así los cinco, topáronse con dos labradores que, con sus azadones al hombro, regresaban del campo. Los llamó el cura, pidiéndoles que lo desenganchasen, a él y al sacristán; pero no bien hubieron tocado los hombres a este último, ¡helos también aprisionados! Y ya eran siete los que corrían en pos de «El zoquete» y su oca.

 Poco después llegaron a una ciudad, cuyo rey era padre de una hija tan seria, que nadie, había logrado hacerla reír. Por eso el Rey había hecho pregonar que daría la mano de la princesa al hombre que fuese capaz de provocar su risa.

 Al enterarse de ello, «El zoquete», arrastrando todo su séquito, se presentó a la hija del Rey, y al ver ella aquella hilera de siete personas corriendo sin parar una tras otra, se echó a reír tan fuerte y tan a gusto, que no podía cesar en sus carcajadas. Entonces «El zoquete» la pidió por esposa.

 Pero el Rey, al que no gustaba aquel yerno, opuso toda clase de objeciones, y, al fin, le dijo que antes debía traerle a un hombre capaz de beberse todo el vino que cabía en la bodega de palacio.

 Pensó el joven en su hombrecillo del bosque y fue a pedirle ayuda. Y he aquí que en el mismo lugar donde cortara el árbol vio sentado a un individuo en cuyo rostro se pintaba la pena. Le preguntó «El zoquete» el motivo de su pesar, y el otro le contestó:
- Sufro de una sed terrible, que no puedo calmar de ningún modo. No puedo con el agua fría, y aunque me he bebido todo un tonel de vino, ¿qué es una gota sobre una piedra ardiente? - Yo puedo remediar esto -díjo el joven-. Vente conmigo y te prometo que beberás hasta reventar.
 Y así diciendo, lo condujo a la bodega real, donde el hombre la emprendió, bebe que te bebe, con las voluminosas cubas, hasta que ya le dolían las caderas, y antes de que se hubiese terminado el día, había vaciado toda la bodega. «El zoquete» acudió nuevamente a reclamar su novia; pero el Rey, irritado al pensar que un mozo que todo el mundo tenía por tonto se hubiese de llevar a su hija, le puso una nueva condición. Antes debía encontrar a un hombre capaz de comerse una montaña de pan. No se lo pensó mucho el mozo, sino que se dirigió inmediatamente al bosque, y en el mismo lugar que antes, encontró a un hombre ocupado en apretarse el cinturón y que, con cara compungida, le dijo:
- Me he comido toda una hornada de pan. Pero, ¿qué es esto para un hambre como la que yo tengo? Mi estómago sigue vacío, y no me queda más recurso que apretarme el cinturón para no morirme de hambre. Dijo «El zoquete» muy contento: - Vente conmigo y te vas a hartar.

 Y lo llevó a la corte del Rey, el cual había mandado reunir toda la harina del reino y cocer con ella una enorme montaña de pan. El hombre del bosque se situó enfrente de ella, empezó a comer, y, al ponerse el sol, aquella enorme mole había desaparecido.

 Por tercera vez reclamó «El zoquete» a la princesa; pero el Rey, buscando todavía excusas, le exigió que le trajera un barco capaz de ir por tierra y por agua. -En cuanto llegues navegando en él -díjo-, mi hija será tu esposa.

 Nuevamente se encaminó el muchacho al bosque, donde lo aguardaba el viejo hombrecillo gris con quien repartiera su torta, y que le dijo:
- Para ti he comido y bebido, y ahora te daré el barco. Todo eso lo hago porque fuiste compasivo conmigo.
 Y le dio el barco que iba por tierra y por agua; y cuando el Rey lo vio, ya no pudo seguir negándose a entregarle a su hija. Se celebró la boda; a la muerte del Rey, «El zoquete» heredó la corona, y durante largos años vivió feliz con su esposa.
FIN













 
LA PRINCESA Y EL GUISANTE
  
 Érase una vez un príncipe que quería casarse, pero tenía que ser con una princesa de verdad. De modo que dio la vuelta al mundo para encontrar una que lo fuera; pero aunque en todas partes encontró no pocas princesas, que lo fueran de verdad era imposible de saber, porque siempre había algo en ellas que no terminaba de convencerle. Así es que regresó muy desconsolado, por su gran deseo de casarse con una princesa auténtica.
 Una noche estalló una tempestad horrible, con rayos y truenos y lluvia a cántaros; era una noche, en verdad, espantosa. De pronto golpearon a la puerta del castillo, y el viejo rey fue a abrir.
 Afuera había una princesa. Pero, Dios mío, ¡qué aspecto presentaba con la lluvia y el mal tiempo! El agua le goteaba del pelo y de las ropas, le corría por la punta de los zapatos y le salía por el tacón y, sin embargo, decía que era una princesa auténtica.
«Bueno, eso ya lo veremos», pensó la vieja reina. Y sin decir palabra, fue a la alcoba, apartó toda la ropa de la cama y puso un guisante en el fondo. Después cogió veinte colchones y los puso sobre el guisante, y además colocó veinte edredones sobre los colchones. La que decía ser princesa dormiría allí aquella noche.
A la mañana siguiente le preguntaron qué tal había dormido.
-¡Oh, terriblemente mal! -dijo la princesa-. Apenas si he pegado ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la cama! He dormido sobre algo tan duro que tengo todo el cuerpo lleno de magulladuras. ¡Ha sido horrible!
 Así pudieron ver que era una princesa de verdad, porque a través de veinte colchones y de veinte edredones había notado el guisante. Sólo una auténtica princesa podía haber tenido una piel tan delicada.
 El príncipe la tomó por esposa, porque ahora pudo estar seguro de que se casaba con una princesa auténtica, y el guisante entró a formar parte de las joyas de la corona, donde todavía puede verse, a no ser que alguien se lo haya comido.
¡Como veréis, éste sí que fue un auténtico cuento!
 
 
 
FIN

 
LA RATITA PRESUMIDA
  
 Érase una vez, una ratita que era muy presumida. Un día la ratita estaba barriendo su casita, cuando de repente en el suelo ve algo que brilla... una moneda de oro. La ratita la recogió del suelo y se puso a pensar qué se compraría con la moneda.
“Ya sé me compraré caramelos... uy no que me dolerán los dientes. Pues me comprare pasteles... uy no que me dolerá la barriguita. Ya lo sé me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.”
 La ratita se guardó su moneda en el bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al tendero un trozo de su mejor cinta roja. La compró y volvió a su casita. Al día siguiente cuando la ratita presumida se levantó se puso su lacito en la colita y salió al balcón de su casa. En eso que aparece un gallo y le dice:
“Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”.
Y la ratita le respondió: “No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?”
Y el gallo le dice: “quiquiriquí”. “Ay no, contigo no me casaré que no me gusta el ruido que haces”.
Se fue el gallo y apareció un perro. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo:
“No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?”. “Guau, guau”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido me asusta”.
Se fue el perro y apareció un cerdo. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”.
Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú por las noches qué ruido haces?”. “Oink, oink”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido es muy ordinario”.
El cerdo desaparece por donde vino y llega un gato blanco, y le dice a la ratita: “Ratita, ratita tú que eres tan bonita ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo:
“No sé, no sé, ¿y tú qué ruido haces por las noches?”. Y el gatito con voz suave y dulce le dice: “Miau, miau”. “Ay sí contigo me casaré que tu voz es muy dulce.”
 Y así se casaron la ratita presumida y el gato blanco de dulce voz. Los dos juntos fueron felices y comieron perdices y colorín colorado este cuento se ha acabado.
 
FIN


 
LA ROSA MAS BELLA
  
 Érase una reina muy poderosa, en cuyo jardín lucían las flores más hermosas de cada estación del año. Ella prefería las rosas por encima de todas; por eso las tenía de todas las variedades, desde el escaramujo de hojas verdes y olor de manzana hasta la más magnífica rosa de Provenza. Crecían pegadas al muro del palacio, se enroscaban en las columnas y los marcos de las ventanas y, penetrando en las galerías, se extendían por los techos de los salones, con gran variedad de colores, formas y perfumes.

 Pero en el palacio moraban la tristeza y la aflicción. La Reina yacía enferma en su lecho, y los médicos decían que iba a morir.

-Hay un medio de salvarla, sin embargo -afirmó el más sabio de ellos-. Tráiganle la rosa más espléndida del mundo, la que sea expresión del amor puro y más sublime. Si puede verla antes de que sus ojos se cierren, no morirá.

 Y ya tienen a viejos y jóvenes acudiendo, de cerca y de lejos, con rosas, las más bellas que crecían en todos los jardines; pero ninguna era la requerida. La flor milagrosa tenía que proceder del jardín del amor; pero incluso en él, ¿qué rosa era expresión del amor más puro y sublime?

 Los poetas cantaron las rosas más hermosas del mundo, y cada uno celebraba la suya. Y el mensaje corrió por todo el país, a cada corazón en que el amor palpitaba; corrió el mensaje y llegó a gentes de todas las edades y clases sociales.

-Nadie ha mencionado aún la flor -afirmaba el sabio.
 Nadie ha designado el lugar donde florece en toda su magnificencia. No son las rosas de la tumba de Romeo y Julieta o de la Walburg, a pesar de que su aroma se exhalará siempre en leyendas y canciones; ni son las rosas que brotaron de las lanzas ensangrentadas de Winkelried, de la sangre sagrada que mana del pecho del héroe que muere por la patria, aunque no hay muerte más dulce ni rosa más roja que aquella sangre. Ni es tampoco aquella flor maravillosa para cuidar la cual el hombre sacrifica su vida velando de día y de noche en la sencilla habitación: la rosa mágica de la Ciencia.

-Yo sé dónde florece -dijo una madre feliz, que se presentó con su hijito a la cabecera de la Reina-. Sé dónde se encuentra la rosa más preciosa del mundo, la que es expresión del amor más puro y sublime. Florece en las rojas mejillas de mi dulce hijito cuando, restaurado por el sueño, abre los ojos y me sonríe con todo su amor.

Bella es esa rosa -contestó el sabio- pero hay otra más bella todavía.

-¡Sí, otra mucho más bella! -dijo una de las mujeres-. La he visto; no existe ninguna que sea más noble y más santa. Pero era pálida como los pétalos de la rosa de té. En las mejillas de la Reina la vi. La Reina se había quitado la real corona, y en las largas y dolorosas noches sostenía a su hijo enfermo, llorando, besándolo y rogando a Dios por él, como sólo una madre ruega a la hora de la angustia.

-Santa y maravillosa es la rosa blanca de la tristeza en su poder, pero tampoco es la requerida.

-No; la rosa más incomparable la vi ante el altar del Señor -afirmó el anciano y piadoso obispo-. La vi brillar como si reflejara el rostro de un ángel. Las doncellas se acercaban a la sagrada mesa, renovaban el pacto de alianza de su bautismo, y en sus rostros lozanos se encendían unas rosas y palidecían otras. Había entre ellas una muchachita que, henchida de amor y pureza, elevaba su alma a Dios: era la expresión del amor más puro y más sublime.

-¡Bendita sea! -exclamó el sabio-, mas ninguno ha nombrado aún la rosa más bella del mundo.

 En esto entró en la habitación un niño, el hijito de la Reina; había lágrimas en sus ojos y en sus mejillas, y traía un gran libro abierto, encuadernado en terciopelo, con grandes broches de plata.

-¡Madre! -dijo el niño-. ¡Oye lo que acabo de leer!-. Y, sentándose junto a la cama, se puso a leer acerca de Aquél que se había sacrificado en la cruz para salvar a los hombres y a las generaciones que no habían nacido.

-¡Amor más sublime no existe!

 Se encendió un brillo rosado en las mejillas de la Reina, sus ojos se agrandaron y resplandecieron, pues vio que de las hojas de aquel libro salía la rosa más espléndida del mundo, la imagen de la rosa que, de la sangre de Cristo, brotó del árbol de la Cruz.

-¡Ya la veo! -exclamó-. Jamás morirá quien contemple esta rosa, la más bella del mundo.
 
 
FIN
 
LOS SIETE CABRITILLOS
  
 En una bonita casa del bosque vivía mamá cabra con sus siete cabritillos. Una mañana mamá cabra le dijo a sus hijos que tenía que ir a la ciudad a comprar y de forma insistente les dijo:
"Queridos hijitos, ya sabéis que no tenéis que abrirle la puerta a nadie. Vosotros jugad y no le abráis a nadie". "¡Sí mamá. No le abriremos a nadie la puerta."
 La mamá de los cabritillos temía que el lobo la viera salir y fuera a casa a comerse a sus hijitos. Ella, preocupada, al salir por la puerta volvió a decir: "Hijitos, cerrar la puerta con llave y no le abráis la puerta a nadie, puede venir el lobo." El mayor de los cabritillos cerró la puerta con llave.

Al ratito llaman a la puerta. "¿Quién es?", dijo un cabritillo. "Soy yo, vuestra mamá", dijo el lobo, que intentaba imitar la voz de la mamá cabra.
"No, no, tú no eres nuestra mamá, nuestra mamá tiene la voz fina y tú la tienes ronca."
El lobo se marchó y fue en busca del huevero y le dijo: "Dame cinco huevos para que mi voz se aclare." El lobo tras comerse los huevos tuvo una voz más clara.
De nuevo llaman a la puerta de las casa de los cabritillos. "¿Quién es?". "Soy yo, vuestra mamá." "Asoma la patita por debajo de la puerta." Entonces el lobo metió su oscura y peluda pata por debajo de la puerta y los cabritillos dijeron: "¡No, no! tú no eres nuestra mamá, nuestra mamá tiene la pata blanquita.
" El lobo enfadado pensó: "Qué listos son estos cabritillos, pero se van a enterar, voy a ir al molino a pedirle al molinero harina para poner mi para muy blanquita."
Así lo hizo el lobo y de nuevo fue a casa de los cabritillos. "¿Quién es?", dice un cabritillo. "Soy yo, vuestra mamá." "Enseña la patita por debajo de la puerta." El lobo metió su pata, ahora blanquita, por debajo de la puerta y todos los cabritillos dijeron: "¡Sí, sí! Es nuestra mamá, abrid la puerta." Entonces el lobo entró en la casa y se comió a seis de los cabritillos, menos a uno, el más pequeño, que se había escondido en la cajita del reloj.

 El lobo con una barriga muy gorda salió de la casa hacia el río, bebió agua y se quedó dormido al lado del río.
 Mientras tanto mamá cabra llegó a casa. Al ver la puerta abierta entró muy nerviosa gritando: "¡Hijitos, dónde estáis! ¡ Hijitos, dónde estáis!". Una voz muy lejana decía: "¡Mamá, mamá!". "¿Dónde estás, hijo mío?". "Estoy aquí, en la cajita del reloj."
 La mamá cabra sacó al menor de sus hijos de la cajita del reloj, y el cabritillo le contó que el lobo había venido y se había comido a sus seis hermanitos. La mamá cabra le dijo a su hijito que cogiera hilo y una aguja, y juntos salieron a buscar al lobo. Le encontraron durmiendo profundamente.
 La mamá cabra abrió la barriga del lobo, sacó a sus hijitos, la llenó de piedras, luego la cosió y todos se fueron contentos.
 Al rato el lobo se despertó: "¡Oh¡ ¡Qué sed me ha dado comerme a estos cabritillos!". Se arrastró por la tierra para acercarse al río a beber agua, pero al intentar beber, cayó al río y se ahogó, pues no podía moverse, ya que su barriga estaba llena de muchas y pesadas piedras.
 Al llegar a casa, la mamá regañó a los cabritillos diciéndoles que no debieron desobedecerla, pues mira lo que había pasado.
 
 
FIN
 
LOS CISNES SALVAJES
  
 Hace muchísimos años vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los hermanos se querían mucho y eran muy unidos. Aunque vivían en un hermoso castillo, jugaban y estudiaban como cualquier familia grande y feliz. Por desgracia, su madre había muerto poco después del nacimiento del último príncipe.

 Con el pasar del tiempo, el rey se repuso de la muerte de su amada esposa. Un día, conoció a una mujer muy atractiva de quien se enamoró. Sin sospechar que en realidad se trataba de una bruja, le propuso matrimonio.

"Ella me hará compañía y mis hijos tendrán de nuevo una madre", pensó el rey. Sin embargo, el mismo día en que llegó al castillo, la nueva reina resolvió deshacerse de los jóvenes príncipes.

 La reina empezó a mentirle al rey para indisponerlo con sus hijos. Luego, un buen día, reunió a los príncipes a la entrada del castillo.

-¡Fuera de aquí! -gritó-.

No los quiero volver a ver nunca más.

 Diciendo esto, levantó su capa hacia el cielo y los convirtió a todos en cisnes salvajes. Pero, como eran príncipes, cada uno llevaba una corona de oro en la cabeza.

 La malvada reina le dijo al monarca que los príncipes habían huido del castillo.

-Olvídate de esos ingratos -dijo. Luego, lo convenció de que Elisa necesitaba estar rodeada de otros chicos y mandó a la niña a vivir con una familia de campesinos.

 Cuando Elisa cumplió quince años, el rey la mandó traer y la reina la recibió con una amabilidad fingida.

-Ven, preciosa -le dijo-. Debes prepararte para saludar a tu padre.

 Mientras Elisa se preparaba para tomar el baño, la reina consiguió tres sapos, los besó y luego les ordenó:

-Tú te sentarás en la cabeza de Elisa y la volverás estúpida. Tú te pondrás cerca de su corazón y se lo endurecerás. Tú le saltarás a la cara y la volverás fea.

 Luego puso los sapos en el agua, que tomó un color repugnante. Sin embargo, la dulzura y la inocencia de Elisa rompieron el hechizo. Los sapos se convirtieron en amapolas y el agua se volvió cristalina. Al ver esto, la reina se llenó de ira. Le estregó barro en la cara a la muchacha y le enmarañó el cabello.

Cuando Elisa se presentó ante el rey, la indignación de éste fue enorme.

-¡Esta no es mi hija! -exclamó el rey.

-¡Padre, soy yo, Elisa! -replicó la muchacha.

-Es una pordiosera que sólo quiere tu dinero -dijo la bruja.

-¡Llévensela! -ordenó el rey.

 Con el corazón destrozado, Elisa se fue al bosque. Extrañaba a sus hermanos más que nunca y deseaba con toda su alma volver a verlos. Se sentó junto a un arroyo a lavarse la cara y a desenredarse el cabello.

En ese momento, una vieja mujer se le acercó.

-¿Ha visto a once príncipes vagando por el mundo? -preguntó Elisa, esperanzada.

-No, mi querida niña, pero he visto once cisnes con coronas de oro en la cabeza -respondió la anciana-. Vienen a la orilla de aquel lago a la hora del crepúsculo.

 Elisa se fue a la orilla del lago a esperar. Cuando el sol se ocultó, escuchó un batir de alas. En efecto, eran los once cisnes salvajes con sus once coronas de oro en la cabeza.
Al principio, Elisa se asustó y se escondió detrás de una roca.

 Uno a uno, los cisnes se fueron posando en la orilla. Al tocar el suelo, recobraban su aspecto humano. Encantada, Elisa vio desde su escondite que los cisnes eran sus hermanos.

-¡Antonio, Sebastián! ¡Soy yo, Elisa! -gritó, mientras corría a abrazarlos.

 Todos se reunieron en torno a ella, felices de estar de nuevo juntos, después de tanto tiempo.

¡Fue un instante glorioso! Los once príncipes le narraron a su hermana de qué manera la bruja perversa los había convertido en cisnes y Elisa, a su vez, les contó que a ella la había echado del castillo.

-De día somos cisnes y al atardecer volvemos a ser humanos -explicó Antonio, el mayor de los hermanos.

-Encontraré la manera de romper el hechizo -les aseguró Elisa.

 Los hermanos encontraron un pedazo de lienzo lo suficientemente grande para llevar a Elisa en él. Al amanecer del día siguiente, la alzaron en vuelo con suavidad. Sebastián, el menor de todos, le daba bayas para comer. Cuando el sol empezó a ocultarse otra vez, llegaron a una cueva secreta, en un bosque apartado. Esa noche, Elisa soñó con un hada que volaba en una hoja.

-Podrás romper el hechizo si estás dispuesta a sufrir -susurró el hada-. Debes recoger ortigas y tejer once camisas con el lino que saques. Cuando las hayas terminado, deberás lanzárselas a tus hermanos para romper el hechizo. ¡Pero escucha bien! No puedes ni hablar ni reírte hasta no haber terminado.

-Eso no importa -respondió Elisa en sus sueños-. ¡Haré lo que sea necesario para salvar a mis hermanos!

Cuando Elisa se despertó esa mañana, sus hermanos ya se habían ido.

 En el suelo, junto a ella, había una pila de hojas de ortiga. Elisa se puso a trabajar de inmediato. Al regresar los príncipes a la cueva, encontraron a su hermana tejiendo una prenda bastante curiosa. Elisa tenía las manos llenas de heridas.

-¿Qué haces? -preguntó Sebastián. Pero su hermana no podía decir nada.

 Sebastián no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas cuando se inclinó a mirar las manos de Elisa. Las lágrimas cayeron en sus dedos y las heridas desaparecieron inmediatamente. Ella le sonrió agradecida, pero no se atrevió a decir ni una sola palabra.

 Los hermanos observaron durante un rato. El asunto era muy misterioso, pero ellos sospecharon que algo mágico debía estar ocurriendo. A lo mejor, Elisa estaba tratando de salvarlos.
Al otro día, cuando ya sus hermanos se habían ido, Elisa salió de la cueva.

"Haré mi trabajo a la sombra de aquel roble", pensó. "Allá no me verán."

Sin embargo, un grupo de cazadores la descubrió.

-¿Tú quien eres? -preguntó uno de ellos con voz áspera. Al no obtener respuesta, la levantó a la fuerza.

-Quietos -dijo una voz. Era un joven rey.

-¿Cómo te llamas? -preguntó amablemente el rey. Elisa se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír.

-Ella vendrá conmigo -dijo el rey y ordenó a los cazadores retirarse.

 De regreso en el castillo, el joven rey intentó hablarle a Elisa en diferentes idiomas, pero ella no hacía más que tejer. Aunque la muchacha no decía nada, su mirada dulce y su linda cara cautivaron el corazón del rey.

 Elisa vivía ahora rodeada de lujos, pero pasaba la mayor parte del tiempo tejiendo en silencio. El rey se sentaba junto a ella y era feliz en su compañía. Un día, decidió hablar con el arzobispo.

-Amo a esta dulce doncella -anunció-, y deseo casarme con ella.

-Su majestad no sabe nada sobre esta muchacha -replicó el arzobispo-. Bien podría ser una bruja. Ese tejido es bastante extraño.

Sin embargo, el rey estaba decidido. Elisa escuchó en silencio la propuesta del rey y le apretó suavemente la mano. La boda tuvo lugar poco después.

 Elisa siguió tejiendo hasta que un día se le acabaron las ortigas. Una noche, se fue al cementerio a recoger más hojas. Aunque allí había tres brujas reunidas, Elisa no hizo caso y pensó sólo en las camisas de sus hermanos.

El arzobispo, que la había seguido, se fue a alertar al rey:

-Le dije a su Majestad que su esposa tenía trato con las brujas -afirmó el arzobispo.

 El rey queriendo comprobar tal acusación se fue al cementerio. Aterrado, vio a Elisa cerca de las brujas, en torno a una tumba.

-No lo puedo creer -dijo el rey, desconsolado-. Castígala, si eso es lo que debes hacer.

Elisa fue acusada de brujería.

-Esposa mía, te ruego que hables en tu defensa -suplicó el rey. Pero Elisa no podía más que mirarlo con ojos tristes.

 Al otro día, la llevaron a la plaza para quemarla en la hoguera. Elisa seguía tejiendo y llevaba con ella las diez camisas para sus hermanos. La muchedumbre enfurecida gritaba:

-¡Quemen a la bruja!

 De repente, en el cielo aparecieron once cisnes salvajes que descendieron hacia Elisa. Al verlos, ella les lanzó de inmediato las camisas. La gente se quedó atónita al ver que los cisnes se convertían en príncipes.

Sebastián, quien recibió la undécima camisa con una manga sin terminar, tenía todavía un ala.

-¡Sálvenme! -gritó por fin Elisa-. ¡Soy inocente!

 Rodeada de sus hermanos, Elisa se presentó ante el rey. Las lágrimas le rodaban por las mejillas a medida que iba relatando la historia de la madrastra, del encuentro con sus hermanos y el motivo de su silencio.

 El rey también lloró de felicidad y abrazó a su esposa con ternura. -Sólo alguien con un corazón tan bueno como el tuyo haría ese sacrificio -dijo el rey.

La multitud gritaba alborozada:

-¡Dios bendiga a la reina! Fue entonces cuando Elisa notó el ala de Sebastián.

-¡Tu brazo, mi pobre hermano! -dijo Elisa llorando.

-No llores -la consoló Sebastián-. Llevaré con orgullo esta ala de cisne como prueba de tu amor generoso e incondicional.
 




 
 
 











1 comentario:

  1. Esta pagina con tiene cuentos clásico,por lo que es de mucha importancia, para una educación dinámica.

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